De niño tenía un miedo terrible a la oscuridad.
Cuándo me metía en la cama por la noche, y a pesar de las protestas de mi madre, que temía que pudiera asfixiarme mientras dormía, yo me cubría con las mantas hasta la cabeza y sólo dejaba fuera la nariz.
Mis noches infantiles estaban pobladas de monstruos y fantasmas de todo tipo, que vagaban de un lado a otro en la oscuridad.
Rehuían el comedor, siempre iluminado y con el murmullo del televisor, pero se movían a sus anchas entre las sombras del pasillo y penetraban en los cuartos en cuanto que se apagaba la luz. Si se encendía otra vez, desaparecían.
Su presencia era real y amenazadora. No sabía que era lo que pretendían hacerme, pero tenía claro que no era nada bueno, y me ocultaba debajo de las sábanas aunque fuera pleno verano e hiciera calor.
Escuchaba el silencio, manteniendo los ojos cerrados para no verlos si es que estaban por allí.
Al final me quedaba dormido.
Y unas veces soñaba.
Y otras no.
A la mañana siguiente me despertaba.
La luz entraba a raudales por la ventana iluminando mi cuarto, mis juguetes, mi ropa revuelta por el suelo.
Los temores se disolvían. Otra noche había pasado, y ningún monstruo había aparecido para aterrorizarme.
Y así fue sucediendo.
Noche tras noche.
Hasta que crecí.
16/8/08
(c) Sugarglider
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