martes, 7 de septiembre de 2010

El Sueño del Delfín.


Recuerdo la sensación al meter los pies en las aguas del Golfo de Carpentaria, en el Paseo Marítimo de la ciudad de Darwin.
Yhi, la mujer sol, calentaba sin piedad el cielo azul del trópico, sobre el parque planeaban ingrávidos los milanos lanzándo gorgoritos al aire y dos gruesas mujeres aborígenes, sentadas en la áspera hierba, cobijaban a su chiquillería a la sombra de las añosas higueras.

El agua, caliente como si saliera de la ducha, lamía perezosamente la arena de la playa.
La orilla era muy tendida y costaba ganar profundidad. Cuando te adentrabas lo suficiente como para que te cubriera por la rodilla, se notaba frescor en los pies hundidos, pero la superficie continuaba tibia, y podías sentir perfectamente el brusco cambio de temperatura en un espacio tan corto de tu cuerpo como el que media entre los tobillos y las rodillas.

Aún recuerdo la emoción de estar en aquel sitio que tantas veces había visto de crío en sueños. En algún lugar frente a mí, perdida en la lejanía del mar, se levantaba Groote Eiland, la Isla Grande.

Según cuenta Jim Nollman en su libro Voces del Oceáno, sus habitantes, la tribu Wanungamulangwa, decían ser descendientes de los Indjebena, el Pueblo Delfín.

Hace mucho, en el Tiempo del Sueño, el Pueblo Delfín vivía feliz en las profundidaes de los mares, pescando y jugando en aguas vírgenes que aún no conocían la contaminación ni el tráfico marítimo. En aquella época eran más pequeños que en la actualidad, y no tenían más enemigo que Mana, el gran Tiburón Tigre, quien, de tanto en cuanto, arrebataba algún miembro de la tribu para devorarlo. Pero, a parte de estos raros incidentes, los Indjebenas pasaban los días despreocupados, jugando sin para entre las olas y reuniéndose para darse opíparos festines en los abundantes bancos de peces.

El jefe de los Indjebenas era Dinginjabana, un delfín pícaro, bravucón y confiado que no perdía ocasión de divertirse con sus camaradas.
Su compañera Ganadja era en cambo muy tímida, amiga de la quietud, la tranquilidad y la buena conversación.

En aquel entonces los seres más sabios del oceáno eran el pueblo de los Yakuna, los grandes caracoles de concha en forma de melón, y a Ganadja le encantaba ir a visitarlos para que le contaran mil y una historias de mares lejanos, mientras su compañero vagabundeaba con su pandilla por el oceáno.
Posiblemente, Ganadja nunca llegó a ver tantas cosas como Dinginjabana, pero su conocimiento de los mares llegó a ser mucho más profundo, gracias a las enseñanzas de los Yakuna.

Tanto tiempo pasaba Ganadja en compañía de los Yakuna, y, en especial de su lider Baringgwa, que Dinginjabana empezó a ponerese celoso.
Dinginjabana despreciaba a los Yakuna porque eran viscosos y lentos, siempre pegados al sustrato marino, carentes de la gracia y la agilidad de los Indjebenas. Por todo ello, tanto más le molestaba la relación de Ganadja con Baringgwa.

Una vez Dinginjabana tuvo uno de esos días tediosos que a todos nos vienen de vez en cuando, en los que uno se aburre y no sabe muy bien que hacer.
Y de pronto se le ocurrió que podría divertirse un rato a costa de los Yakuna.
En compañía de sus amigos fue en busca de los pacíficos caracoles. Con la rapidez del rayo se abalazó sobre Baringgwa lo agarró con la boca, y lo arrojó al aire fuera del agua. Otro delfín lo tomó antes de que cayera de nuevo al agua y se lo tiró a un tercero, y así estuvieron un rato jugando con el lider de los Yakuna que gritaba impotente de furia mientras daba vueltas por el aire, hasta que apareció Ganadja y puso fin a la fiesta.

-No vuelvas a atreverte Dinginjabana-dijo Baringgwa jadeándo cuando por fín pudo volver a agarrarse con su manto al sustrato de roca-no vuelvas a atreverte, porque la próxima vez te juro que llamaré a Mana, el tiburón Tigre, y te despedazará.

Dinginjabana ni siquiera se molestó en mirar al caracol.

-Andate con ojo Ganadja-le dijo con desprecio a su compañera-o de tanto juntarte con estos, acabarás tu tambien pegada al fonfo del mar.

Y reuniéndo a su gente con un simple gesto se perdió con ellos en el oceáno.

Desde entonces los Yakuna no confiaron en los delfines. Sólo siguieron concediendo su amistad a Ganadja, quien insistía que Dinginjabana no era malo, y que sólo había tratado de divertirse un rato, sin pretender hacer daño a nadie.
Pero Baringgwa no compartía su opinión.
A diferencia de la pequeña delfina, él sí conocía hasta donde puede llegar el poder destructivo de los celos.

El tiempo pasó, y no ocurrió ningún incidente, pero. finalmente, un día de verano, después de una productiva jornada de pesca, Dinjingabana nadaba perezosamente cerca de la superficie, cuando se acordó de pronto de los Yakuna, y propuso a su pueblo volver a jugar un rato arrojándo a Baringgwa por los aires. Los delfines asintieron encantados, y todos partieron en busca del caracol.
Ganadja nadaba distraida entre los corales. Estaba embarazada de Dinginbana, y disfrutaba sintiendo en el interior de su vientre los movientos de aquel pequeño ser aún no nacido. Le susurraba historias de los mares en su lenguaje de chasquidos, cuando escuchó los gritos de Baringgwa.
-Déjame, déjame Dinjingabana, o llamaré a Mana, el Tiburón Tigre.
Ganadja acudió a toda velocidad para ayudar a su amigo.
Los delfines estaban pasándoselo de lo lindo. Tan alegres estaban que no vieron la oscura silueta que que se movía hacia ellos desde las profundidades.
Los tiburones se lanzaron sobre los Indjebena. Sus mandíbulas rasgaban, mutilaban, destrozaban, en un momento la alegría dió paso al terror desbocado, los delfines nadaban desesperados de un lado para otro, sin saber a donde huir, metiéndose ellos mismos en las fauces de los tiburones. El agua se tiñó de sangre mientras restos de vísceras y trozos de miembros caían blandamente al fondo del mar.
Sólo Ganadja se salvó.
Los Yakuna la recubrieron con sus cuerpos y los tiburones pasaron a su lado sin verla, pero, cuando la matanza terminó se encontró completamente sola en el oceáno.

Los espíritus de los delfines muertos abandonaron el mar y alcazaron la tierra. Allí tomaron una nueva forma: la de seres desnudos que caminaban herguidos sobre las patas traseras y se expresaban mediante extraños sonidos. Eran seres humanos. Nunca más volverían a nadar libres por los mares.

Ganadja dió a luz a su debido tiempo. Llamó a su hijo Dinjingabana, como su padre, y este retoño creció hasta alcanzar el tamaño que los delfines tienen actualmente. En sus correrías por los mares encontró a una hembra delfín de otra tribu lejana y abandonó a su madre.
Sus descendientes se hicieron grandes y fuertes, hasta alcanzar el tamaño que tienen actualmente.

Un atardecer, Ganadja nadaba en solitario cerca de la costa, cuando vió a un ser humano, sentado sólo junto al mar, contemplando nostálgico la puesta del sol. Ganadja reconoció a su antiguo compañero transformado en hombre y, loca de contento, salió del agua, impulsándose con sus aletas pectorales. Dinjingabana corrió a abrazarla, y en el momento en que la rodeaba con sus brazos, Ganadja se convirtió en mujer.
Se fundieron los dos en un largo abrazo, piel negra contra piel negra mientras el sol se ponía en el horizonte.
Ellos fueron los padres de la tribu Wanungamulagwa de Groote Eiland.

Parece que, hoy día, los seres humanos ya no nos acordamos de esta historia, pero los delfines, descendientes del pequeño Dinjingabana, no la han olvidado, y aún hoy se acercan amistosos para jugar con sus parientes convertidos en humanos, como en los antiguos días del Tiempo del sueño.

Sugarglider.

Para Marisa, que sabe hablar con los animales.
Feliz cumpleaños.

Fuentes:
-Nollman, J. Voces del Oceáno. Mis experiencias en la comunicación con los animales. Ediciones Urano. Barcelona, 1985.
-http://australia.jrn.msu.edu/2000/work/projects/aboriginal/index.html

Baringgwa, la voluta ánfora, en su medio natural.
Fuente: http://www.wikipedia.org/


Delfines mediterráneos del Palacio de Knossos en Creta.
En ningún lugar del mundo fue el hombre ajeno a la amistad del delfín. Fuente: http://www.wikipedia.org/

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