Son las tres y diez de la tarde, en Hobart, en sentado en una mesa de madera bajo las hileras de gruesos plátanos de Salamanca Place.
Y ya está todo arreglado.
El sábado por la mañana estaré en Melbourne.
Ha tenido su miga.
Ayer al caer la tarde, con el cielo nublado, el aire quieto, caliente…, ayer al caer la tarde sobre el anciano caserón de madera que es el Roseview YHA Hostel de Port Arthur, al salir al jardín adornado con las flores multicolores de los altramuces y encaminarme hacia la carretera para dar una vuelta, sentí, de repente, todo lo que ha merecido la pena venir a Tasmania.
Y el pensamiento me vino así, solo, sin traerlo yo, sin ir a buscarlo.
Como ha merecido la pena venir a Tasmania.
Mientras estaba allí parado, en medio de la campiña, los prados verdes, cuidadosamente vallados, ondulando hacia el horizonte, los bosquetes de eucaliptos azules, las casitas blancas dispersas…, envuelto en aquel aire saturado de humedad, de olor a heno, a eucalipto, a bosta de vaca y a mar, de llamadas de avefrías y cantos de ranas…
Allí de pie, a los últimos rayos de sol de la tarde…
Me vino el pensamiento…
Como ha merecido la pena venir a Tasmania.
Y me acordé, una vez más, de la palabras de Alejandro Dumas. Refiriéndose a la ciudad de Córdoba, escribió “(…) igual que todas las ciudades que se han visto durante veinte años con los ojos de la imaginación y que un buen día se ven con los de la realidad, no responde un solo instante a la idea que uno se ha hecho de ella. El desencanto había comenzado en el mismo momento en que la divisamos (…). Era culpa nuestra. ¿Por qué, entre nosotros, unos se la habían imaginado como una ciudad romana, otros como una ciudad árabe, y otros como una ciudad gótica? ”
¿Por qué me había imaginado yo como debía de ser Tasmania y me había costado tanto aceptar esa parte inglesa, europea, que es tan suya y le da tanta personalidad?
Bueno, porque, realmente, es decepcionante viajar desde España durante casi dos días, y, al bajarse del avión, esperando un paisaje exótico, encontrase, en cambio, en medio de la campiña inglesa, rodeado de mirlos y jilgueros… sí, pero ¿y por qué no?
Porque, después de aquello, finalmente llegaron los bosques brumosos, impenetrables y las montañas escarpadas de canchos nevados… pero todo, todo…, era Tasmania.
Caminé entre dos luces por los prados en los que pastaban las ovejas, ovejas merinas de lana espesa y rizada, y aquellas vacas negras con la cara blanca…
No vi ni un solo animal silvestre.
Tan solo un infeliz escinco de lengua azul atropellado, acartonado ya de puro viejo, a la orilla de la carretera, pequeño, en comparación con el gordo animal que había visto por la mañana en el camino.
Escuché, sobre la hierba, saltos furtivos de ualabíes o pademelones, dejé que me envolviera la paz que proporcionaban los cantos de las ranas y los grillos y le dediqué una sonrisa a la Cruz del Sur.
Esta mañana me levanté a las cinco y media, porque tenía que tomar el autobús para Hobart que pasa por el Roseiew a las seis.
No hay otra manera de viajar de Port Arthur a Hobart en transporte público.
El autobús sale a las seis de la mañana de Port Arthur y regresa de Hobart a las cuatro de la tarde, solo de lunes a viernes. Los fines de semana no hay servicio.
Y es que, el autobús, se ajusta simplemente a los horarios escolares de los niños que viven en las stations y pueblecitos de la Península de Tasmán y que tienen que ir todos los días a estudiar en Hobart.
Y ya está.
Estos niños hacen cada día un viaje de dos horas y media desde sus hogares al colegio y lo mismo para la vuelta.
Mientras espero en el jardín del Rooseview, dos familias de cacatúas vienen a desayunarse en las flores de los eucaliptos azules, y un conejito de color negro, corretea por el césped.
Aparece el autocar. No es uno de esos pequeños y encantadores microbuses con un remolque atrás para llevar las maletas con los que me movido frecuentemente por la isla, si no un autocar grande, de sesenta plazas, verde y blanco y con el emblema de Tassie Links en el costado: un lobo marsupial de cabeza desproporcionadamente grande y con las fauces abiertas, asomando detrás de una rama de eucalipto azul.
Me subo al vehículo y busco un asiento libre entre la ruidosa chiquillería.
El conductor se llama Tess, o así le saludan los niños –Good morning, Tess, good bay, Tess, thaks Tess.
Es un hombre de unos cincuenta años, gordito, con el pelo cano y unas grandes gafas redondas sobre la nariz picuda y en la cabeza, siempre calada, la reglamentaria gorra verde de visera de Tassie Links.
Es el único conductor de la línea y lleva a sus espaldas veintidós años de servicio… veintidós años de servicio saliendo todas las mañanas a las seis de Port Arthur y regresando de Hobart a las cuatro. Todos los días, excepto los fines de semana y festivos.
Veintidós años Port Arthut, Hobart, Hobart, Port Arthur.
Veintidós años llevando generaciones de pequeños tassies a la escuela y luego de vuelta a su casa.
Los críos le conocen, y, aunque alguno se revolucione un poco de vez en cuando, el sabe ponerle rápidamente en su sitio con suavidad y sin levantar jamás la voz, pero con una autoridad y firmeza indiscutibles.
Justo encima de su cabeza, entre el techo del vehículo y el parabrisas delantero, bien visible para todo el mundo, un cartel con grandes letras negras reza: “Prohibido mascar chicle dentro del autocar”.
Y, al lado, en un lugar aún más visible todavía, cuelga sujeto a un asa de metal un pequeño oso pardo de peluche con pantalones rojos. Quien sabe, si algún regalo de los niños.
Good morning, Tess, good bay, Tess, thaks Tess- saludan al subir y bajar del autobús, pulcramente uniformados, cada uno de un color, según al centro al que asisten: uniformes azules, uniformes de camisa blanca y pantalón oscuro, uniformes de chaqueta y falda verdes con sombrero de paja… Niños de aspecto inocente, tierno y aplicado de cuyas bocas parece que nunca ha salido ni saldrá una palabra malsonante. Niñas de caritas feas y piernecillas lechosas asomando por debajo de las falditas, y zapatitos negros. Esas niñas que le hacen pensar a uno, un poco, en la Alicia de Lewis Carroll. Niñas que, en sus rostros infantiles llevan, no obstante, una cierta sombra de vejez.
Good morning, Tess, good bay, Tess, thaks Tess- Y Tess, con su gorra verde de Tassie Links y el osito de peluche con pantalones rojos columpiándose ante el parabrisas, Tess conduce flemático su autobús por las húmedas carreteras de Tasmania, desde hace veintidós años. Porth Arthur, Hobart, Hobart, Port Arthur, a las seis de la mañana y a las cuatro de la tarde, todos los días, excepto festivos y fines de semana.
© Sugarglider.
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