“Se movían de manera distinta de los demás perros, deslizándose con aquel lúgrube paso largo de mendigo, el rabo a media asta, metido entre las patas, trotando por las avenidas como si llegaran tarde a alguna cita, cuando en realidad no iban a ninguna parte, solo viajaban en círculos, perdidos en el limbo de la nada.”
Paul Auster
Tombuctú.
Vive en el pueblo un perro que lleva tres o cuatro años abandonado. Apareció un buen día en la plaza, sin que nadie supiera como ni por qué y allí se ha quedado desde entonces. Es un pastor catalán de color negro que, como todos los perros negros de pueblo, y a falta de otro nombre conocido, fue bautizado como Morín.
De moro, claro.
Solitario, asustadizo y desconfiado, Morín arrastra el doloroso recuerdo de mil palizas por las calles del pueblo, con la mirada huidiza y el andar cauto, más que dispuesto a eludir el contacto con cualquier ser humano. Por las noches, cuando ya se han recogido las terrazas y la gente se ha retirado a sus casas, Morín acude a la plaza desierta para cenarse con las sobras de los restaurantes.
Una noche de invierno lo vi desde la terraza del salón junto a la puerta de La Mañica, alumbrado por la luz amarilla de las farolas. Estaba sentado sobre sus cuartos traseros todo lo cerca que podía de la pared, para resguardarse del viento que bajaba helado de la sierra, con el pelo mojado y una mirada de paciencia y profunda resignación en sus ojos castaños.
Entonces apareció la perrita lasha-apso del Pocapena, con sus lanitas embarradas y el flequillo tapándola los ojos. Morín resucitó de golpe. Moviendo el rabo loco de contento se acercó a la perrita que empezó a hacerle fiestas y a golpearle el morro con las patitas delanteras. Nunca le había visto tan feliz.
Pero le duró poco.
Un perrazo castaño y despeinado del tamaño de un choto entró de pronto en escena, con su rabo plumoso arqueado desafiante sobre el lomo. Morín, la mitad de grande y la mitad de seguro apenas se atrevió a hacer otra cosa que replegarse sobre sí mismo, mirando al suelo y con la cola entre las piernas. El perrazo trazó un semicírculo entre Morín y la perrita, la cabeza erguida, el rabo levantado, dándole el costado a su rival para que pudiera ver todo lo grande que era, estirándose para parecer aún más grande de lo que realmente era, y dejando escapar un gruñido contenido y amenazador de su garganta.
Acabado el paseo, y sin dignarse a mirar ni a uno ni a otra, se alejó andando tranquilamente hacia la carretera del puerto.
La perrita se quedó por un momento mirando al Morín, acurrucado y cariacontecido, se dio media vuelta y se alejó correteando tan contenta detrás del choto limousine.
Cuando, ya a la altura de la carretera lo alcanzó, el perrazo apenas bajó el hocico para olfatearla y lanzarle un resoplido de reproche. Y luego se fueron andando juntos calle adelante, mientras Morín volvía a sentarse con expresión triste en el rincón más oscuro de la plaza, y nuevas gotas de lluvia empezaban a caer sobre su pelo negro y a tornar brillantes los adoquines bajo la luz de las farolas.
Ayer por la noche intenté acercarme a el para darle un par de cortezas de tocino que le tenía guardadas en la nevera. No soy yo la persona del pueblo a la que más teme, pero mi aspecto, cargado con las bolsas de la basura y dos garrafas de plástico para coger agua, debió de resultar demasiado fuerte para el, y se alejó de mí trotando con el rabo entre las patas y mirándome de reojo más como un bichillo silvestre que como un animal doméstico.
Le dejé el tocino en la acera, esperando que volviera y lo encontrara, y me subí a la fuente del lavadero, que tiene un agua más buena y más fresca que la que sale del grifo, para llenar mis garrafas.
A la que bajaba iba fijándome para ver si las cortezas seguían en su sitio, y no me sorprendió comprobar que así era, pero alguien las había descubierto y estaba dando buena cuenta de ellas. Un erizo había salido de entre la maleza que crece en la cuneta, y bajo la misma luz de las farolas, estaba mordiendo una de ellas con placer infinito.
Me arrodillé cerca de el para observarlo un rato. Aún era pequeño, tendría el tamaño de una pelota de tenis más o menos, y unos ojillos redondos, negros como la noche y brillantes como cuentas de cristal.
Al sentir que me paraba a su lado, dejó de morder la corteza, y sin soltarla de su boca, me miró.
Enseguida se tranquilizó y volvió a comer, pero otra vez paró para tornar a mirarme por encima del hocico, con una expresión muy parecida a la que solía gastar mi profesora de química, la señorita Maruja, cuando me miraba por encima de sus gafas. Volvió a comer… pero volvió a parar una vez más para mirarme, y esta vez, ya sí molesto por mi impertinente cotilleo, agarró con sus dientecillos la corteza de tocino, que era como dos veces más larga que el, y con el hocico muy alto en una expresión de cómica indignación, se metió otra vez entre las hierbas para continuar su cena al abrigo de miradas indiscretas.
No se alejó mucho de la calzada, apenas unos centímetros, lo suficiente para dejar de verme, con lo que, debió pensar, que yo ya me habría ido.
Para que no tuviera que salir a por ella, le acerqué la otra corteza, y entonces sí que se asustó un poco, porque hizo amago de enrollarse; pero se le pasó enseguida y volvió a la faena. Yo le dejé allí muy feliz, con la grasa saliéndosele por las comisuras de los labios, y me fui pensando con pena en el pobre Morín, que, otra vez, se había quedado en ayunas.
10/7/07
(C)Sugarglider
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