Ayer, sentado a la orilla de Dove River, mientras el bosque se iba cubriendo de sombras, esperando que apareciera Baarlijan el ornitorrinco en un remanso limoso del río atravesado por un tronco podrido, pensaba en aquel niño tímido y solitario que, los viernes por la tarde, al volver del colegio, solía construir con viejas esterillas de playa una cabaña debajo de la mesa del escritorio, y esconderse en ella para jugar con dinosaurios de goma que montaban en moto, se transformaban en súper-héroes y vivían mil aventuras improbables en países lejanos y fantásticos.
Ahora, aquel niño, estaba igualmente solo, sentado a la orilla de un río en las montañas de Tasmania (aquella Tasmania que había soñado explorar en busca del último lobo marsupial) esperando que apareciera Baarlijan el ornitorrinco, mientras el bosque entero se iba cubriendo de sombras.
De vez en cuando, estallaba el grito de un wattlebird y, en la penumbra de las copas de los árboles, los melancólicos trompeteos de los currawong sonaban igual que los primeros acordes de La Puesta del Sol, en La Suite del Gran Cañón, de Grofe.
Que gran concierto hubiera podido dirigir Grofe con una bandada de currawongs, algunos wattlebirds, un par o tres de crescent honeyeaters y, tal vez, una pareja de kookaburras. Con el aullido del lobo marsupial como acompañamiento y el canto de las ranas de música de fondo.
Y aquel niño, estaba allí.
Solo, pero sin sensación de soledad.
A gusto.
Feliz.
Preguntándose porque tenía esa capacidad para sentirse tan cómodo y protegido en la noche de aquel bosque en el otro extremo del mundo, como debajo de su escritorio jugando con dinosaurios de goma, que montaban en moto y viajaban en avión.
Dove River, Craddle Mountain N. P. 9/11/03
(C)Sugarglider
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