El Pantalones vegeta con la solemne impasibilidad de los sabios al borde de la escuela número ocho del Jardín Botánico de Madrid. Desde la punta de sus ramas más altas, apenas empinándose por encima de los castaños de indias y el tronco gris de un almez mutilado, aún puede saludar a sus venerables vecinos, tan viejos como el, la elegante zelkowa del Caúcaso, engalanada de otoño, y el lacónico ciprés dos veces centenario, que viste todo el año traje verde de chaqueta y levanta su copa fastigiada a la entrada del Plan de la Flor.
Todavía amarilleando se solea perezoso, el Olmo Pantalones, calentándose a los últimos rayos del sol de noviembre, comentando de vez en cuando con sus paisanos algún recuerdo olvidado que de pronto la memoria trae a la superficie de sus trajinados vericuetos; preguntándose dónde estará aquel anciano de barba blanca que conocía los nombres de todas las flores, o la mujer que, a escondidas de los jardineros, echaba de comer a los gatos vagabundos que se encaman entre los rosales y paren sus cachorros en los huecos de los árboles, y que cazan palomas torcaces en los fontines, como feroces leopardos en las misteriosas selvas del África.
Al Pantalones casi se lo lleva hace años la grafiosis, la terrible enfermedad que, viajando de una arboleda a otra sobre los cuerpecillos negros de diminutos escarabajillos, se extiende por el interior de los tejidos de los olmos, taponando los vasos por los que circula la savia y los mata lenta pero inexorablemente. La enfermedad que dejó vacías de sus olmas a tantas plazas de pueblos españoles, que arrasó inmisericorde las olmedas de los sotos dejando tan solo tristes esqueletos erguidos, ramas quebradas, cortezas grises manchadas de líquenes color naranja, entre el verdor veraniego de los sauces los alisos y los chopos.
Así cayó el Negrillón de Boñar, el que sale en las cajas de nicanores; y la Olma de Porquerizas, que ahora se llama Miraflores de la Sierra por que queda más elegante, y tantos otros más grandes aún y más viejos.
Pero el Pantalones tuvo suerte.
Los técnicos agujeraron su tronco, lo emborracharon de fungicidas letales y la enfermedad remitió.
El Olmo Pantalones vivió para ver como, al lado del invernadero de Graells, ese que antiguamente, cuando no había calefacción, se mantenían caliente a base de montones de bosta de caballo acumulados en las zanjas abiertas bajo sus paseos, construían otro más moderno, más nuevo, más confortable para la vieja y algo cascada zamia de hojas coriáceas y pinchudas que los sabios naturalistas se trajeron desde África hace más de cien años.
Y para ver como el Abuelo, que decían era el almez más viejo del jardín, aunque nadie sabía realmente cual era su verdadera edad, por que los anillos de su corazón se había podrido tiempo atrás, y hasta el mismo había acabado por olvidar el año en que nació, era brutalmente descuajado por el vendaval que azotó Madrid en el verano del 91.
De 1991.
Apenas el siglo pasado.
La mujercita se me acercó tímidamente un día que estaba en el invernadero nuevo. Menudita, pelo ondulado corto y teñido de negro, abrigo marrón, perlas blancas en los pendientes, sonrisa infantil en un rostro anciano surcado de arrugas, sendos niños, parejita de seis o siete años, cogidos tímidamente de sus manos.
-¿Las plantas carnívoras, por favor?
-En la esquina del fondo.
-Muchas gracias –Y para allá que se aleja, a pasitos cortos, a remolque de los impacientes niños.
Y allí se quedaron los tres, en la esquina del fondo, mirando confundidos por encima del cristal, buscando tal vez las hojas en forma de cepo de las atrapamoscas, que es lo que todo el mundo espera ver cuando se asoma al invernadero nuevo del Botánico en busca de las platas carnívoras.
Me acerqué en silencio y ella me miró esperanzada.
-¿Es aquí?
Y me entretuve un rato, enseñándole las preciosas jarras colgantes de las sarracenas, abismos mortales de los que ningún insecto puede escapar, las hojas cubiertas de pelillos adherentes de las rosolis y las rosetas pegajosas de las pingüicolas, que aquel día lucían una preciosas flores de color rosa.
Y el rostro de la abuelilla se iba iluminando con una incrédula sonrisa de niña, mientras yo le contaba las locas historias de las plantas carnívoras y sus nietos contemplaban ausentes el reflejo de sus caritas en el cristal del exhibidor.
-Muchas gracias, muchas gracias, pero dígame, esto es nuevo, ¿verdad?, este invernadero… Antes no estaban las plantas carnívoras…
-Si, antes no estaban, este invernadero solo lleva unos pocos años abierto al público.
-Yo solía venir aquí de chiquilla, con mi padre, sí…, recuerdo un árbol muy, muy grande…, mi padre lo llamaba el Árbol Pantalones, ¿está todavía el árbol Pantalones?
La volví a encontrar un rato después, de pie junto al gran olmo, contemplándose los dos en silencio, el uno al otro, sin decirse nada, por que nada había de ser dicho en aquel reencuentro, por que hay ciertos momentos en los que las palabras no tienen lugar.
Se volvió para mirarme con una amplia sonrisa.
-Es el árbol Pantalones, sí, recuerdo que mi padre me traía a verlo cuando era niña.
Dos generaciones más tarde…
Sus nietos rebuscaban palitos y hojas secas en la tierra del camino.
Allí la dejé, mirándole, allí le dejé, mirándola. Y el Pantalones, que tiene más de doscientos años y que ha conocido a Napoleón y el bombardeo de Madrid, que vio morir a un dictador y coronar después a un rey, a otro rey…, que ha sobrevivido a la grafiosis y a la tormenta del 91, de 1991, que sabe tantas cosas y que tantas cosas ha visto, el Olmo Pantalones… suavemente, muy suavemente… dejó caer una de sus hojas, una hoja amarilla de otoño, sobre aquellos cabellos, blancos ya de invierno, que la coquetería adolescente del tinte negro aún se empeñaba en disimular.
(C)Sugarglider
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