Tenía uno de esos perritos, uno de esos teckels de pelo duro, gruñones y con la pelambrera hirsuta y despeinada. Nunca supe como lo llamaba, pero, a menudo, me los encontraba juntos paseando por la calle, él siempre muy erguido, siempre sonriente y correcto bajo su barba negra de corte impecable, con aquella cortesía y educación que tenían un algo de afeminado, y el perrillo, trotando detrás de él, al extremo de su correa de cuadros escoceses, que me miraba somnoliento y desinteresado desde los dos palmos escasos de altura de sus cortas patitas deformes.
Se alegraba de verme, y se alegraba de verdad, no era disimulo cortés, era alegría sincera, y su interés por como me marchaba la vida, su contento al ver, que poco a poco me iba abriendo camino, eran reales, y le gustaba perder un rato conmigo, preguntándome con una sonrisa cariñosa que burlaba y acortaba, hasta hacerla desaparecer, a su distante cortesía, por los antiguos compañeros de clase.
Entraba en el aula siempre puntual, con los rombos de su jersey de pico asomando por debajo del cuello de la bata blanca y el nombre escrito en una etiqueta plastificada que colgaba del bolsillo… sus clases eran claras y autoritarias, revestidas de una impertinente patina de pedantería, y tenía una fe casi incondicional en la sabiduría de los libros, posiblemente aún mayor que la confianza en sus propios conocimientos.
Se sabía los nombres de todas las flores, era capaz de reconocer sin dudar cada árbol, cada arbusto, cada miserable yerbajo nitrófilo a la orilla de un camino o en la cuneta de una carretera. Algún compañero lo encontró paseando con su perrillo por la casa de campo, en una de esas primaveras lluviosas de Madrid en las que, por unas escasas semanas antes de la llegada del infierno del verano, y bajo un cielo gris y plomizo, la vegetación resurge de su letargo invernal en todo su esplendor y el monte se tapiza de una hierba alta, fresca, verde y olorosa.
Se le veía caminando despacito, con las manos a la espalda, la vista clavada en el suelo y la lupa de dieciséis aumentos colgándole del cuello, mirando de reojo con una sonrisa tímida en los labios y los colores subidos en las mejillas, a las senegalesas que, cerca del parque zoológico, le llamaban por señas, ofreciendo su servicio rápido y barato, tan incapaz de tratar de encontrar, en el sexo pagado, las caricias que le faltaban en su matrimonio, como un pez es incapaz de respirar fuera del agua.
Se le veía caminando despacito, su silueta alta y delgada recortada sobre el cielo de Madrid, y aquel perrillo siempre pegado a sus talones, única compañía en sus paseos que hacía aún más patente aquella soledad suya, tan melancólica, tan extrañamente teñida al mismo tiempo de feliz y triste resignación.
La última vez que le vi fue una mañana en que le visité en su nuevo trabajo, en la Delegación Provincial de Agricultura. Me atendió estupendamente, como siempre hacía, me dio toda la información que había ido a buscar con aquella alegría suya tan desinteresada, y me invitó a desayunar en la cafetería de la Delegación. Desayuno navideño (Navidades heladas y luminosas de Madrid, cielo azul, raso y brillante en el que resplandece alegre un sol que no quiere calentar) con una última porción de roscón de reyes que insistió en que compartiera con el y que casi me embuchó como a un pichón, como un padre cariñoso que se preocupa por la salud de su hijo que no acaba de comer bien.
(C)Sugarglider
No hay comentarios:
Publicar un comentario