Te adoro, te idolatro, te siento a flor de piel.
Tu nombre va en mi pecho como en un cascabel
y, como el alma mía jamás está serena,
el cascabel se agita y tu nombre resuena.
De ti me lo sé todo, y aún más de lo callo:
sé que el año pasado, un catorce de mayo,
saliendo de mañana te soltaste el cabello,
y era tal su hermosura, tal era su destello,
que, como cuando miras hacia el sol de reojo
y todo en torno tuyo adquiere un alo rojo,
cuando aparté la vista de tu melena ardiente,
todo lo que miraba se incendió de repente.
(…) Sé que este sentimiento
que me invade terrible y me azota violento,
es amor: tiene todo su furor de conquista,
pero no es, sin embargo, un amor egoísta.
Por saberte dichosa, yo mi dicha perdiera,
aunque tú no llegaras a enterarte siquiera,
con tal de contemplar, de lejos, un minuto,
una sonrisa tuya de mi desdicha fruto.
Cada vez que me miras, yo siento en mí nacer
alguna virtud nueva… ¿Empiezas a entender,
a comprender ahora?¿Ves clara la verdad?
¿Puedes sentirme el alma en esta oscuridad?
¡Oh Dios, que noche! Nunca soñé con algo así.
Yo os hablo a vos, y vos, vos me escucháis a mí.
Ni en mi ambición más alta, ni en la menos modesta,
esperé lograr tanto. Ahora solo me resta
morir, pues es mi aliento el que aviva tus llamas
y hace que te estremezcas de amor entre las ramas.
Porque tiemblas cual hoja y la causa soy yo.
Porque siento que tiemblas, y lo quieras o no,
el temblor de tu mano enardece el jardín,
desciende por las ramas y estalla en el jazmín.
E. Rostand.
Cyrano de Bergerac. Escena VII.
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