Ayer, ya oscurecido, salí a dar una vuelta por Winchester.
La noche era fresca y oscura, brumosa, cargada de humedad que se adhería a la ropa y al pelo, se recogía en el pasto y calaba las botas y los bajos de los pantalones. Noche solitaria, nodriza de viscosos caracoles que, a la vera de los arriates, sobre los adoquines de la calle, dibujaban en silencio, a la luz de las farolas, sus rastros de baba brillante.
Desde el viejo molino, seguí aguas abajo el curso del Itchen hasta la parte trasera del Saint Cross Hospital, donde había estado por la tarde, y luego, regresé por College St, pasé por el arco de St Swinthum St y acabé en la Catedral.
Casi sin darme cuenta, me detuve sobre el césped, y, lentamente, empecé a girar sobre mí mismo, aspirando, oliendo, mientras a mi alrededor veía como se deslizaban las sombras de los árboles, de los muros de la catedral dormida con sus pináculos recortados contra el cielo nublado, de las casas...
Y entonces, me di cuenta de que el puesto de libros viejos que hay en los soportales del crucero sur, estaba todavía montado.
No había nadie claro, y las luces estaban apagadas, pero los libros continuaban allí, expuestos, tal cual los había visto por la mañana: los de más afuera, cubiertos por un plástico transparente, para que no se mojaran, y los de dentro al aire, todos ellos, cuidadosamente ordenados por temas en sus cajones, con el lomo hacia arriba para poder leer los títulos con comodidad.
Encantado por la sorpresa, con el temor de que, en cualquier momento, alguien apareciera para preguntarme que estaba haciendo allí a aquellas horas de la noche, entré en el soportal.
Y entonces, como en las mejores novelas de caballerías, ocurrió la magia.
Nada más poner un pie en el escalón, se encendió un farolillo a mi derecha.
Dudé un momento antes de cruzar el umbral y ver como se encendía automáticamente otro farol a mi izquierda y el pórtico quedaba totalmente alumbrado con una luz amarillenta.
Estaba allí solo, rodeado de libros y de silencio. Oliendo a polvo y a papel viejo.
En un rincón había una mesa de madera, con un cuaderno de espiral tamaño folio abierto por la última página. Un bolígrafo azul había quedado allí tal cual lo habían dejado, después de apuntar la última transacción del día, y al lado, en desorden, algunos tacos de entradas para la biblioteca.
Me entretuve un buen rato, trasteando en los cajones a mis anchas. Encontré una edición completa de las Tragedias de Shakespeare y tres ejemplares de la edición en inglés del Atlas del Reino Animal del Reader´s Digest, que tanto me gustaba ojear en casa de mamá cuando era pequeño. Había libros de viajes, libros para niños, modernas ediciones de bolsillo de Ken Follet, Dickens y Jane Austen y gruesos tratados de medicina, historia y filosofía publicados en el siglo XIX…
Debo reconocer que en mi época de estudiante, fui un consumado ladrón de libros, pero allí…
No había nadie, no había una cámara, no había nada… podría haber cogido lo que me hubiese dado la gana y habérmelo llevado, se hubieran dado cuenta a la mañana siguiente o al cabo de un mes o nunca... podría haberlo hecho…
Pero no lo hice…
Porque era tan agradable encontrar una librería abierta, en mitad de la noche y poder ponerse a ojear, cuando todo el mundo está durmiendo…
Rebusqué en busca de algo que me interesara realmente. Quería dejar el importe encima de la mesa y una nota en el cuaderno… pero el caso es que, al final, no encontré nada que deseara comprar.
Salí de pórtico, las luces se apagaron silenciosas a mis espaldas, atravesé pensativo y feliz por entre las lápidas del cementerio y regresé a mi cuarto.
Y solo me llevé la sensación de haber vivido un momento mágico.
© Texto y Foto: Sugarglider
1 comentario:
" Y solo me llevé la sensación de haber vivido un momento mágico."
Ojalá lo hubieras dejado escrito en la libreta :)
Salut!
eina.
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