jueves, 6 de diciembre de 2007

El lugar donde se te ocurren las ideas.

Por alguna razón, de entre todos los alumnos, Rafa me había elegido a mí como ayudante para operar la hernia de su gran gata persa de color gris que ahora yacía, medio atontada por la anestesia y el vientre afeitado, en la sala de operaciones de la clínica de Fuencarral.
Era la segunda vez que le veía operar. La otra vez había sido una perrita cruzada de Yorkshire que la dueña había dejado poco más o meno que abandonada en la clínica después de que, tras varios días de retraso, todavía no había podido parir.
Quien era el padre de los cachorros nadie lo sabía, pero debía ser un perrazo enorme, y los cachorritos eran demasiado grandes para poder atravesar por su cuenta el estrecho canal de parto de la madre.
Cuando los dueños dejaron a la pobre perrita en la clínica y desaparecieron para siempre sin dejar teléfono ni dirección, el parto llevaba por lo menos tres o cuatro días de retraso. Parecía imposible que el animalito, que miraba con esos ojos acuosos siempre cargados de confianza y esperanza con que te miran los perros, siguiera con vida, incluso que se atreviera a mover levemente el rabo cuando le hablabas, mientras poco a poco iba entrando en la inconsciencia según la anestesia se distribuía por sus venas.
Al hacerle la cesárea, descubrimos el macabro espectáculo de un útero podrido y reventado y cinco perritos muertos. Para la debilitada mamá la operación fue demasiado, y no se la pudo salvar. Tan solo hubiera echo falta que los dueños, a los que nadie volvió a ver, se hubieran pasado antes por la clínica.
-¡Ay hijo! Hasta para ser perro hay que tener suerte en esta vida –suele decir mi abuela, que, como todas las abuelas, ha visto ya muchas cosas y sabe mucho.
El caso es que, como primer contacto con la cirugía veterinaria de pequeños animales no resultó muy alentador, pero yo había sido capaz de seguir todo el proceso hasta el final, sin que el mal olor ni el espectáculo fueran capaces de provocarme una sola arcada.
Y ahora Rafa tenía otra operación pendiente y nos preguntó quien quería venir a verla.
Y no sé por que me eligió a mí como ayudante. A lo mejor me vio mayor, o más responsable, o más interesado.
A lo mejor pensó que solo el más listo de sus alumnos estaba capacitado para ayudarle a operar a su querida gata persa de color gris, pero cuando le llamó para decírselo resulta que había tenido un accidente de moto, nada grave, solo un brazo dislocado y algunas contusiones, pero claro, estaba de baja y manco no podía prestar mucha ayuda, así que, entonces Rafa no tuvo más remedio que llamarme a mí.
Sea como fuere, me eligió como ayudante. Y para que negarlo, mi ego se vio gratamente alagado.
Desinfecté cuidadosamente con Betadine el vientre depilado, coloqué el campo y Rafa clavó la cuchilla del bisturí en la carne de la gata, que empezó a separarse blandamente.
Yo sujetaba con pinzas los bordes de la herida mientras Rafa tanteaba con mano experta las entrañas del felino en busca del molesto acumulo de grasa.
Nada parecido al desastre de la perrita. El interior sano y limpio, casi se diría que hermoso, de aquel animal no tenía nada que ver con el útero necrótico y putrefacto, lleno de muerte, más terrible aún porque era vida lo que debía haber llevado, de la desdichada perrita.
Y no sé lo que me pasó. Pudo ser esa primera vez de tantear la carne roja y viva, que se sentía palpitando través del metal frío de las pinzas, o los nervios por la preocupación de tratar de quedar bien, que había comido algo que no me sentó bien, o que estaba en ayunas y no había comido nada, vaya usted a saber, que yo ya no me acuerdo. El caso es que, de pronto, traicionero y sin avisar, un sudor frío empezó a mojarme la espalda y vi como el vientre abierto de la gata, las manos enguantadas de Rafa, los focos de la luz, comenzaban a oscilar en círculos de una manera lenta y extraña mientras una desagradable sensación de ausencia me invadía la cabeza.
Afortunadamente aún hice algo bien. Retirarme antes de caer al suelo como un saco de patatas y complicar todavía más las cosas.
-Que alguien sujete esto, que me voy.
Alguien, no logro recordar quien, me hizo el relevo.
-¿Te encuentras bien?, ¿puedes andar? –preguntó Rafa mirándome aún con las dos manos sepultadas entre vísceras de gato.
-Si.
-Pues sal un rato afuera que te de el aire. Venga, no pasa nada, pero no te quedes aquí, que te vas al suelo.
Yo me retiré lentamente, avergonzado, preguntándome por qué diablos tienen que pasarme estas cosas a mí mientras escuchaba una voz a mis espaldas. “Yo te acompaño”.
Se llamaba Verónica, y no era alumna de Rafa, si no una amiga de una compañera nuestra que se había apuntado a ver la operación.
Cuando me volví y me encontré frente a ella me di cuenta de que aquella era precisamente la primera persona a la que quería ver al despertar de un desmayo, con su media melena rubia y su carita preciosa.
No me desmayé, pero nos sentamos juntos en el primer escalón de la entrada de la clínica, las farolas de la calle encendidas, el frescor del parque cercano llenando la noche de frío húmedo, vegetal, el vivificante beso de los árboles en mitad de la ciudad, y nos pusimos a charlar.
Así de sencillo.
A charlar sobre libros.
Y no era como cuando hablas con un desconocido. No. No había dudas, no había miedos, no había pausas incómodas en las que uno ya no sabe que más decir y espera que el otro continué, y si no continua solo hay un bueno adiós, encantado de conocerte, ya nos veremos otro día y ya está.
Hablábamos de libros, y hablábamos y parecía que teníamos tantas cosas que decirnos que nunca íbamos a terminar, hablábamos como si aquella no fuera la primera vez que nos veíamos, como si nos conociéramos de toda la vida, como si ya hubiéramos hablado miles de veces en miles de vidas anteriores, como si, siendo aún Niños Azules en el Palacio Azul, antes de que el barco que nos llevaba volando a la tierra para cumplir el destino que nos habíamos forjado, nos hubiéramos prometido que algún día nos encontraríamos para hablar, y, quien sabe por qué misterioso acumulo de circunstancias improbables, lo habíamos echo en aquella clínica veterinaria del pueblo de Fuencarral, cerca de un parque que, por la noche, olía como todos los parques, a frío vegetal, a beso de árbol.
Hablamos de caballeros, de doncellas encantadas, de la Tabla Redonda y del Mago Merlín, y yo le animé a que se leyera a Malory y a White, solo por que, junto con otros muchos escritores, me han hecho soñar y ver el mundo a través de sus ojos.
Sacó entonces de su bolso un pequeño cuadernito de espiral, de esos que tienen las hojas de varios colores, y me pidió que le apuntara los títulos de los libros.
-Siempre lo llevo conmigo… –se refería al cuadernito de las hojas de colores –Siempre lo llevo conmigo…, es que las mejores ideas se te ocurren en el metro.
No le pedí el teléfono cuando nos despedimos.
No sé por que no se lo pedí. A lo mejor porque los amores platónicos solo son perfectos cuando son platónicos. A lo mejor porque algo de mí sabía que ya nos habíamos visto miles de veces en miles de vidas distintas y que tal vez, algún día, nos volvamos a encontrar en el limbo, antes de partir de nuevo en otro viaje, y nos digamos ¿te acuerda cuando…?
No le pedí el teléfono y no la he vuelto a ver. No la volveré a ver jamás.
Pero cuando de pronto me viene una idea a la cabeza y saco mi cuaderno, ese cuaderno que siempre llevo conmigo, que no tiene las hojas de colores, si no blancas y cuadriculadas, y las pastas de hule para que no se arrugue demasiado si se moja cuando llueve, me vienen a la memoria una frase y una sonrisa.
-…es que las mejores ideas se te ocurren en el metro…

(C) Sugarglider

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