Me pediste que te contara un cuento de estrellas…, acurrucada encima de la mesa de maquillaje, mientras apoyabas la cabeza sobre un montón de abrigos… me dijiste que querías que te contara un cuento en el que, al menos, apareciera una estrella...
Debe haber decenas de cuentos de estrellas, cientos de cuentos de estrellas… ¿Cuándo se inventaría el primero? ¿Y quien lo inventó?
¿Fueron los antiguos constructores del anillo de piedras hincadas en la llanura de Salisbury, o aquel oscuro antepasado que nos dejó los bisontes de Altamira para burla de la eternidad?
¿Fueron los antiguos constructores del anillo de piedras hincadas en la llanura de Salisbury, o aquel oscuro antepasado que nos dejó los bisontes de Altamira para burla de la eternidad?
La primera vez que alguien levantó la cabeza para mirar las estrellas… (¿ante el cielo raso y helador del invierno o en el grato frescor de la noche del verano, concierto de grillos en los prados?)… la primera vez que alguien levantó la cabeza para mirar las estrellas y comprender que estaban allí, y que podía hablar con ellas y contarles sus sueños, sus esperanzas, sus miedos, y buscar su consuelo en el destino que sus formas caprichosas dibujaban sobre el terciopelo negro… la primera vez… cientos de miles de historias, cientos de miles de estrellas…
Y tú te conformabas con una sola…
Una sola historia… Una sola estrella…
Pero eso da miedo, ¿sabes?
Porque las historias revelan los sentimientos del narrador…, los dejan desnudos, inermes, indefensos al alcance de todos; y los sentimientos son la esencia más pura de nuestra alma, aquel que tenga tus sentimientos tiene poder infinito sobre ti, más poder que nadie…
En el escenario es distinto, no son en realidad tus sentimientos los que muestras, son los de otra persona que vive a través de ti, todo es un sueño que solo dura mientras estas durmiendo… pero en una historia es diferente. Al contar una historia, tus sentimientos fluyen y todo el mundo puede tomarlos si quiere… Y eso da miedo… Al menos a mí me da miedo, dejarlos allí, de repente, flotando en el aire…
Y prefiero escribirlo… garabatearlo en silencio en las páginas de mi diario, a solas… porque apresando las palabras en tinta y papel, quedan atrapados también los sentimientos del que escribe, como una mariposa en una gota de ámbar. Y todo el mundo puede leerlos y conocerlos, es verdad, puede incluso experimentarlos, pero ya no se pueden tocar…, como una mariposa en una gota de ámbar, por siglos y siglos, por toda la eternidad… Porque escribir a solas, para nadie o para todos, o solo para uno, es como hablar con las estrellas, que te miran desde su terciopelo negro, frías, brillantes, amigas, lejanas, cercanas…
Una estrella fugaz cayó del cielo la noche en que Nunn fue concebida. Una estrella fugaz que cruzó el firmamento sin luna como una saeta plateada y que, de pronto, en un estallido de luz, se descompuso en mil pedazos que se dispersaron por el infinito…
Una estrella fugaz cayó del cielo la noche en que Nunn fue concebida. Una estrella fugaz que cruzó el firmamento sin luna como una saeta plateada y que, de pronto, en un estallido de luz, se descompuso en mil pedazos que se dispersaron por el infinito…
El cuervo, el viejo cuervo que anida en el Cancho de Peñaguila, como hicieron sus antepasados durante generaciones y generaciones, antes incluso de que nuestro pueblo ocupara el valle, el cuervo que baja tras la batalla sobre los cuerpos de nuestros guerreros muertos para comerles los ojos y, luego, transportar sus almas de regreso al país de las estrellas, tomó en su pico dos de aquellos pedazos, redondos, brillantes, castaños como los cantos del río, y los guardó en su nido.
Y Tanis, diosa madre de la fertilidad que coloca los espíritus de los bebés en el interior del vientre de sus madres, se los quitó para ponerlos en el rostro de Nunn, la muchacha de piel blanca como la nieve y ojos color castaño como los cantos del río y brillantes como las estrellas, ojos suaves, ojos soñadores, a ratos alegres, a ratos melancólicos, y pelo negro, negro, negro brillante como las plumas del viejo cuervo del Cancho de Peñaguila.
Su hogar fueron las montañas y el valle, los espesos robledales y las cimas peladas, el pequeño castro, los campos de labor y la fuente del Aguafría donde, cada verano, subíamos a pastar nuestras cabras y ovejas, y unas vacas negras que teníamos, animalejos enjutos, fibrosos, de cuernos afilados y mal talante.
Foto: Sugarglider
La fuente del Aguafría era el lugar favorito de Nunn. Desde su pradera, que entonces como ahora, era uno de los primeros lugares que tocaban los rayos del sol por la mañana, se tenía una visión completa del valle y su entrada sur, y a la joven, cuando encargada del cuidado del ganado le tocaba pasar la noche en el monte, le gustaba mucho sentarse allí al amanecer, a contemplar el valle envuelto en nieblas a la salida del sol, rodeada del ameno bullir del rebaño.
Foto: Sugarglider
Desde allí, desde su atalaya, fue ella la primera que los vio llegar una mañana, entrando al valle por el camino del sur.
Ya estaba alto el sol en el cielo, lo suficiente para tocarlos con su luz y arrancar resplandores de sus escudos y de sus yelmos de hierro coronados de plumas rojas. Vistos desde allí arriba, acercándose, eran un espectáculo más hermoso que amenazador, parecían una comitiva de dioses brillantes…
Foto: Sugarglider
La pradera de la fuente es ahora un paraje solitario, solo frecuentado por el ganado y por el viejo cuervo del Cancho de Peñaguila, que deja oír de tanto en cuanto sus profundas llamadas y el batir de sus alas sobre el silencio de los piornales…
Foto: Sugarglider
La fuente del Aguafría era el lugar favorito de Nunn. Desde su pradera, que entonces como ahora, era uno de los primeros lugares que tocaban los rayos del sol por la mañana, se tenía una visión completa del valle y su entrada sur, y a la joven, cuando encargada del cuidado del ganado le tocaba pasar la noche en el monte, le gustaba mucho sentarse allí al amanecer, a contemplar el valle envuelto en nieblas a la salida del sol, rodeada del ameno bullir del rebaño.
Foto: Sugarglider
Desde allí, desde su atalaya, fue ella la primera que los vio llegar una mañana, entrando al valle por el camino del sur.
Ya estaba alto el sol en el cielo, lo suficiente para tocarlos con su luz y arrancar resplandores de sus escudos y de sus yelmos de hierro coronados de plumas rojas. Vistos desde allí arriba, acercándose, eran un espectáculo más hermoso que amenazador, parecían una comitiva de dioses brillantes…
Los romanos llevaban ya varios años haciéndonos la guerra. Habían tomado nuestras principales ciudades. Su lengua, su religión, su cultura se imponía cada vez con más fuerza, desterrando poco a poco nuestras viejas creencias y a nuestros antiguos dioses… Nuestro castro, perdido en las montañas, pequeño y poco importante, había recibido apenas un par de asedios que se resolvieron en rápidas escaramuzas de las que salimos victoriosos… pero el valle era rico en agua y constituía un buen paso entre las montañas, a la par que nuestra altanera resistencia, resultaba incómoda a los gobernadores de la provincia.
Querían que nos sometiéramos y abandonáramos nuestra ciudad, inexpugnable como era enriscada entre las peñas, y que descendiéramos al valle, donde construiríamos una nueva villa, de fácil acceso, sin murallas que la defendieran. Un lugar inerme desde el que no pudiéramos ejercer resistencia contra el invasor…
Los vates leyeron en los augurios un gran destino para Octavio.
Los vates no se equivocaron del todo, pero solo fueron capaces de ver la parte más agradable de la historia. O tal vez, es que no quisieron ver más allá. No siempre es sabio adentrarse en el conocimiento de lo por venir.
Querían que nos sometiéramos y abandonáramos nuestra ciudad, inexpugnable como era enriscada entre las peñas, y que descendiéramos al valle, donde construiríamos una nueva villa, de fácil acceso, sin murallas que la defendieran. Un lugar inerme desde el que no pudiéramos ejercer resistencia contra el invasor…
Los vates leyeron en los augurios un gran destino para Octavio.
Los vates no se equivocaron del todo, pero solo fueron capaces de ver la parte más agradable de la historia. O tal vez, es que no quisieron ver más allá. No siempre es sabio adentrarse en el conocimiento de lo por venir.
Cuando Octavio cruzó el Anas y se adentró en nuestras tierras, era ya un centurión curtido en varias batallas, y muy afamado para su corta edad. Su valor era admirado tanto por sus legionarios como por nuestros guerreros y su lealtad al imperio era incuestionable.
Llegó al valle al mando de sus hombres, y al principio trató de conseguir una rendición sin lucha, pero nuestro jefe Biulakos, fiero guerrero, hijo y nieto de guerreros, no estaba dispuesto a concedérsela, y los romanos comenzaron a talar el bosque alrededor de nuestra ciudad, para levantar una empalizada con la que pretendían rodearnos y rendirnos por hambre.
Los primeros combates comenzaron. Resonaron los gritos y el entrechocar de espadas, y la sangre de nuestros guerreros se mezcló con la de los legionarios romanos para manchar de rojo la tierra, una tierra que se entibiaba bajo el sol de la primavera tardía, henchida con promesas de fertilidad y nuevas vidas…
Llegó al valle al mando de sus hombres, y al principio trató de conseguir una rendición sin lucha, pero nuestro jefe Biulakos, fiero guerrero, hijo y nieto de guerreros, no estaba dispuesto a concedérsela, y los romanos comenzaron a talar el bosque alrededor de nuestra ciudad, para levantar una empalizada con la que pretendían rodearnos y rendirnos por hambre.
Los primeros combates comenzaron. Resonaron los gritos y el entrechocar de espadas, y la sangre de nuestros guerreros se mezcló con la de los legionarios romanos para manchar de rojo la tierra, una tierra que se entibiaba bajo el sol de la primavera tardía, henchida con promesas de fertilidad y nuevas vidas…
Una tarde, en una pequeña tregua inesperada, Octavio, a pesar de las protestas de sus hombres, abandonó sin escolta el campamento. En medio de la muerte, de la destrucción, necesitaba encontrar la paz, a solas consigo mismo, en el silencio de la naturaleza.
La montaña estaba hermosísima, la brisa era dulce, tibia, un regalo para la piel que acariciaba levemente.
Poco a poco ascendió por la ladera hasta llegar a la fuente del Aguafría.
Y allí la vio.
Y supongo que se conjugaría la brisa con el olor de la hierba fresca y los cantos de las alondras… pero sobre todo fue el brillo de sus ojos castaños, de aquellos ojos que los dioses habían hecho de retazos de estrella fugaz y que resplandecían entre melancólicos y alegres, mirando ligeramente hacia el suelo, tratando de pasar desapercibidos, como fingiendo que no existían, aunque su luz era la luz de las estrellas y ni se podía ocultar, ni podía pasar inadvertida para el corazón de ningún mortal.
Ella levantó levemente la cabeza para mirarle, y le sonrió.
Y el quedó hechizado por su magia.
Por la magia que, para ella, los dioses le habían robado a las estrellas.
Muy despacio Octavio se acercó a la muchacha. Estaba de pie ante él, erguida en toda su estatura, el pelo negro cayendo sobre la piel blanca y suave de su frente y sus hombros, un torques dorado abrazando su cuello esbelto, los pies descalzos sobre la hierba de la fuente, asomando por debajo de los pliegues de su vestido púrpura, los labios entreabiertos, anhelantes y la mirada triste, tristísima. Hechizado, sin saber lo que hacía ni donde estaba, aproximó sus labios a los de ella, sin poder dejar de mirarla a los ojos, perdido en la profundidad de su brillo melancólico, estaban tan cerca, tan cerca…
Y entonces, lentamente, Nunn apartó de nuevo la mirada, agachó la cabeza y su rostro quedó oculto por la cabellera negra brillante que se difuminó ante la vista de Octavio hasta desaparecer.
Al tiempo que sentía que el aire ya no quería llenarle los pulmones y que la tibieza de su propia sangre se derramaba sobre su pecho abierto, el joven escuchó encima de su cabeza los graznidos roncos, huecos y potentes del cuervo de Peñaguila, y mientras se desplomaba en el suelo, mortalmente herido por la hoja del puñal que, deslizándose entre sus costillas, le había traspasado el corazón, aún llegó hasta sus oídos el suave bisbiseo de las poderosas alas del ave de la muerte cortando el aire con sus plumas…
Cerca de la pradera de la fuente del Aguafría, se levanta una aguja de granito, erguida como un soldado, que los habitantes del valle llaman la Peña del Romano. Cuentan que Octavio no llegó a morir, si no que se transformó en piedra para siempre; en piedra dura que solo pudiera ser herida por el viento y el agua con el lento paso de los siglos; en piedra dura para que nunca jamás el brillo de una mirada hermosa pudiera volver a alcanzarle el corazón.
Cerca de la pradera de la fuente del Aguafría, se levanta una aguja de granito, erguida como un soldado, que los habitantes del valle llaman la Peña del Romano. Cuentan que Octavio no llegó a morir, si no que se transformó en piedra para siempre; en piedra dura que solo pudiera ser herida por el viento y el agua con el lento paso de los siglos; en piedra dura para que nunca jamás el brillo de una mirada hermosa pudiera volver a alcanzarle el corazón.
Desde allí, a no mucha distancia, aún hoy pueden contemplarse las ruinas de nuestro antiguo castro abandonado.
Y el pueblo al fondo del valle con su nueva carretera.Foto: Sugarglider
La pradera de la fuente es ahora un paraje solitario, solo frecuentado por el ganado y por el viejo cuervo del Cancho de Peñaguila, que deja oír de tanto en cuanto sus profundas llamadas y el batir de sus alas sobre el silencio de los piornales…
Pero los viejos cuentan que al amanecer del día de San Juan, una joven aparece desnuda al borde de la fuente del Aguafría. Dicen que su piel es blanca como la nieve, y sus cabellos negros como las alas de un cuervo. Dicen que se peina con un peine de oro y que contempla el amanecer con ojos melancólicos, ojos castaños como los cantos del río, que brillan como dos pedazos de estrella fugaz…
Para Bea Azul.
Para Bea Azul.
Madrid 4/2/06
(c) Sugarglider
1 comentario:
Hola Luís.
Sigo sin conseguir recordar a cuento de qué me recomendaste éste cuento (valga la redundancia) pero me alegro que lo hicieses.
Es uno de los escritos que más me gustan de tu blog. Y es curioso como a través de la petición de un cuento de estrellas, filosofas con el principio del mundo...hablas de las emociones de los escritores y la captura de los sentimientos para acabar contando una bella historia.
No voy a hablarte desde el punto de vista de un crítico literario que analizaría cosas que a mí me tienen sin cuidado.
Te hablo tan sólo desde el punto de vista de una lectora (de una, que a veces, también escribe) cuando te digo que me ha gustado.
Porque creo que al final, éso es lo único que importa de un texto, si consigue llegar al lector y a mí tu historia me cautivó desde el principio.
Me gusta tu manera de contar las cosas, unas veces más sencilla que otras, pero siempre inteligible.
Y me gusta también que hayas quitado el negro de fondo de tu blog y hayas puesto el verde, aunque tal vez el negro fuese mejor con ésa alma atormentada y siempre a la búsqueda de nuevas letras que dicen que tenemos los escritores.
Pero me gusta más el verde, insisto.
Y con ésto ya me despido.
Besos.
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