viernes, 12 de octubre de 2007

La Sequía

Debió de ser un año después de acabar la guerra…, dos a lo más, porque me recuerdo que aún vivía don Jacinto, el médico, el padre, digo…
A pué que fueran tres años después de la guerra, porque fue el año que los Rodrigos de Valdelatrucha se quedaron con la Mata la Rana pá carbonearla.
La llamamos la Mata la Rana por una monja del convento de San Vicente que la decían la Rana porque, según mi abuelo, era fea como los demonios. A pué que fuera entonces sí, porque me acuerdo perfectamente que el Benitoche se acababa de colocar de capataz en la mina, y que don Jacinto, el médico, el padre, que era un buen hombre, de aquí del pueblo, de toda la vida, entodavía vivía.
Bueno, pues ese invierno vino seco como ninguno. Ni el Tío Aniceto, el lobero, que entonces andaba ya cumplidos los ciento dos años, recordaba otro igual. Ni lluvia, casi ni nieve…, y en la primavera, más de lo mismo. Y claro, se presentó el verano, y parecía que nos íbamos a morir tós.
Ya en julio estaban secas las tollas del Prao Cura y de Don Galindo, en la sierra. Pero secas secas, que ni verdeaba el cervuno siquiera oiga. Y pa agosto, no quedaba ni ramón que darle al ganado y la reguera llevaba solo un hilillo de agua… Hasta la Fuente de la Víbora se secó y tó, hágase usté a la idea de cómo venía aquel verano.
El Marcos, que entonces andaba de guardafuegos en la sierra, en los pinos que había puesto el Patrimonio, y, en verdad que aquel año estaba peligroso por los fuegos, que si llega a venir una de esas tormentas secas, de esas que solían entrar por la Peña de Majanueva antes que pusieran las antenas en el Collao Cambronal, y deja caer una chispa, allí no hay santo que hubiera podido parar las llamas. Que hubiera ardido toda la jurición.
Claro que eso era antes, que desde que pusieron las antenas, las tormentas ya no entran al valle. Y mire, que el Tío Penas tendrá razón al decir que, con las dichosas antenas, las abejas le dan menos miel. Pero si han servido pa que no entren las tormentas, pues yo que quiere que le diga, que me alegro; que una chispa en el pinar, y con lo grande que va ya, te prepara un disgusto por menos de ná.
Bueno, pues el Marcos, que luego se quedó tuerto por que una vaca le dio una cornada mal dada trillando en la Era de Arriba, dijo que había visto un abutardo en la pradera del Najagrande, por cima el pinar.
Y mire usté que esos pajarracos no se dejan ver por la sierra, que están siempre abajo en los sembraos, que ni siquiera el Tío Aniceto, el lobero, que tenía ya los ciento dos años cumplidos, y se había pasado toda la vida en el monte, había visto nunca un abutardo por aquí.
Y es que, abajo, en la campiña, hacía tanto calor y los campos estaban tan agostaos, que no valían pa criar saltamontes y ni tiempo había tenido el trigo de granar antes de secarse.

Cada domingo, en la iglesia, don Pedro, el párroco, que vivía en la casa cural con su sobrina Elvira, porque antes todos los curas tenían una sobrina soltera que vivía con ellos y les atendía cristianamente, rogaba a Dios por que nos enviase algo de lluvia, pero parecía que Dios estaba muy ocupado en asuntos más importantes, y o bien no escuchaba los rezos de don Pedro o bien no tenía tiempo para acordarse de nosotros, y poco a poco el verano iba pasando sin que el cielo perdiera su tonalidad azul, acerada y deslumbrante…
Y así estaban las cosas, que ni don Pedro, el cura, ni don Jacinto, el médico, el padre, que era un buen hombre, y ni siquiera Dios, sabían como ayudarnos.
Fue el Tío Aniceto, el lobero, que ya andaba por los ciento dos años, y de ellos, al menos ciento uno se los había pasao andando el monte, y es que era muy fino andando, el Tío Aniceto, que, aún con ciento dos años, se recorría en un día toda la jurición; pues fue el Tío Aniceto el que dijo que, sí queríamos lluvia lo que teníamos que hacer era echar a la Fuente de Valdelespino las reliquias de San Restituto Martir.
San Restituto Martir es el patrón del pueblo, y tos los años, en el mes de mayo, hacemos una romería hasta la fuente, que está en una pradera muy bonita rodeada de pobos, llevando las reliquias del santo, y una imagen suya tallada en madera, que don Pedro, el párroco, el que vivía con su sobrina Elvira, decía que tenía más de trescientos años (que tenía más de trescientos años la imagen de San Restituto Martir, no su sobrina Elvira, que esa, entonces, era entodavía una moza de muy buen ver).
Vaya usté a saber.
El caso es que, el Tío Aniceto, el Lobero, se recordaba que siendo el chico, había habido una sequía endigual, decía que por culpa de los carlistas o yo que se qué, y que don Remigio, el tío abuelo de la Braulia, que entonces era el párroco del pueblo, pues que, como Dios no le hacía caso de los rezos, agarró las reliquias del bueno de San Restituto y las echó, sin más miramientos al pilón de fuente, por ver si, de una vez por todas se enteraban en el cielo de que es lo que nos hacía falta acá abajo.
Y oiga que aquello fue, nunca mejor dicho, mano de santo. Porque a decir del Tío Aniceto, el lobero, que hasta los ciento seis años, se sentaba toas las mañanas bajo el olmo de la plaza, para ver pasar los coches, empezó a llover esa misma tarde como si nunca hubiera llovido antes.
Así que ná, que según el Tío Aniceto, el lobero, había que echar las reliquias de San Restituto Martir a la fuente si queríamos agua.
Y no se vaya a engañar usté, que el Tío Aniceto gobernó perfectamente hasta el mismo día de su muerte. Ya ve, aún con ciento diez años, se segaba su prao con la guadaña, y tós los días se iba andando hasta el Castillo de Peñalabrá, donde, dicen los viejos, que estuvo una vez la Reina Urraca.
Dicen los viejos, que yo no lo conocí.
Pero bueno, que el tío Aniceto empeñao en echar a San Restituto Martir al pilón, y don Pedro, que era un hombre muy santo y muy temeroso de Dios, pues claro, como que aquello se le hacia un poco cuesta arriba.
Porque imagínese usté, que coger, así sin más, sacar a San Restituto Martir de la capilla y ponerlo en remojo como si fuera un melón pá enfriar, pues que no, que no era esa forma de tratar a un santo. Y el tío Aniceto que si no lo hacíamos, ya no volvía a llover más, y don Pedro que como íbamos a echar a San Restituto al agua, y los del pueblo cada vez más nerviosos y más escocidos con el cura, que no quería hacer lo que el Tío Aniceto decía, y eso que el tío Aniceto ya había cumplido los ciento dos años, y se había pasado ciento uno triscando por el monte, y más que el no sabía nadie en todo el pueblo.
Menos mal que don Jacinto, el médico, terció a favor de la propuesta del tío Aniceto, y convenció a Don Pedro para llevar, en una procesión, las reliquias de San Restituto a la fuente de Valdelespino, y una vez allí, y, eso sí, con todos los respetos y ceremonias del mundo, meterlas en el agua, pá ver si llovía de una vez por toas.
Y es que, don Jacinto, el padre, se las pintaba solo para convencer a la gente.
Era un buen hombre don Jacinto, si señor. De aquí del pueblo, de toda la vida, ya se lo digo yo.
To corazón, y muy instruido además. No como el sinvergüenza de su hijo, que marchó a estudiar a Madrid y volvió con unos aires que ni te cuento.
Fijese como sería la cosa que, cuando el padre se retiró y Jacinto, el hijo, cogió su plaza, pues ¿Qué me dirá que hacía?, que como era después de la guerra, y había tanta necesidad, ¿sabe usté?, pues ná, que si te se ponía malo el hijo y no tenías dinero para pagar las medicinas, el descastaó (y con perdón de su madre, que era toda una santa), te hacía firmar un papel de no se qué, y te las daba a cambio de un prao, de una huerta, de una mata de roble…, y así se fue haciendo poco a poco con casi toda la jurición.
Ahora, que eso fue por que, don Jacinto, el padre, no se enteró, que a lo último ya estaba muy mal el pobrecillo y casi ni conocía, que si se llega a enterar, yo le digo que no le permite a su hijo tantas maldades.
Si es que era tan buena persona don Jacinto, el padre…, pero el hijo, ya ve usté, un sinvergüenza redomao… Y luego pá ná, porque con treinta y pocos años le tiró la yegua, una yegua colorá que tenía para hacer las visitas y que estaba más resabiá que el mismo diablo, y lo mató.
Aquello fue el morgaño, ¿sabe usté?, que justo la tarde antes había estado volando alrededor de su casa, al atardecer.
Y ya lo dice la Braulia, que cuando el morgaño vuela alrededor de la casa de uno, es que va a sucederle alguna desgracia. Y la señorita Sara, la maestra, podrá decir que eso son supersticiones y que no es verdad, que a mi no me la da. Que si la Braulia dice que el morgaño trae la desgracia así ha de ser. Pues no sabe na de animales ni ná la Braulia.
Fijese que, con seis años, la dejaban a dormir sola en lo alto del monte con las cabras del pueblo. Por la noche, los mastines que teníamos para guardar el rebaño se echaban en corro alrededor de la pequeña, y allí pasaba ella solita la noche, na más que con los perros y el ganao, y con los aullidos de los lobos, que siempre rondaban la majada, por si alguna res se extraviaba… A la Braulia casi la criaron los animales, y sabe de ellos más que nadie, más incluso que el tío Aniceto, y la señorita Sara podrá decir misa, por muchos estudios que tenga, que si la Braulia dice que el morgaño trae la desgracia a una casa, yo me lo creo.
Bueno, el caso es que, convencido el bueno de don Pedro, marchamos todo el pueblo en procesión a la fuente de Valdelespino. En el agua metimos las reliquias del santo, que iban en un saco de arpillera, por no estropear la cajita de madera pintada donde normalmente están guardadas, y después de un rato las sacamos y las devolvimos a la iglesia. El Marcos, el guardafuegos, decía que mejor dejarlas toda la noche, no fuera a ser que San Restituto no se diera por enterado, pero don Pedro no quiso ni oír hablar de ello y, como según el tío Aniceto, no hacía falta que estuvieran tanto tiempo en remojo, nos volvimos todos al pueblo, con la mirada puesta en el cielo….
A la mañana siguiente no hubo quisque que no se levantara antes de la hora y echara, lo primero, un vistazo al cielo. Un cielo azul, azul azul, sin una sola nube a vista, y en el que se levantaba un sol que prometía ser tan abrasador como los días anteriores.
El tío Aniceto se sentó como tós los días en la plaza, bajo el olmo, a ver pasar los coches, que en esa época no eran muchos aún, apenas la camioneta que venía de Madrid una vez por semana y la furgoneta del Portugués.
Anda que si el tío Aniceto levantara hoy la cabeza y viera la autovía nueva… ahora si que estaría entretenido viendo pasar coches. A lo mejor hasta le entraba el agobio y tó, de tantos como son… Pero cuando construyeron la autovía ya hacía mucho que el tío Aniceto descansaba en paz…
El caso es que allí estaba sentado el tío Aniceto, sin hacer caso a las miradas de reproche de don Pedro ni a las de ansiedad de los vecinos, el tan tranquilo, como si nada hubiera pasado, como si el sol no siguiera calentando como los mismísimos infiernos.
Después de comer, sin decir nada, el tío Aniceto se sentó en el porche de su casa. Y eso que desde allí no se veía la carretera.
Y, a la caída de la tarde, apareció una nube por cima de la llanura. Una nube pequeñita y solitaria, de algodón, que poco a poco, según subía en el cielo, fue haciéndose más y más pequeña… hasta que desapareció. Pero, mira tú, que por detrás apareció otra, y luego otra, y al final todo un ejército de nubes grises se rejuntaron sobre el pueblo…
Y empezó a llover. Llovía suave, menudo, pausado, empapando la tierra reseca, resbalado por las hojas de los árboles, llovía enturbiando las escasas aguas del río y asentando el polvo rojo de la carretera, murmurando en los tejados y los canalones de las casas.
Al día siguiente seguía lloviendo.
Y al otro.
Y al otro.
Y de pronto, así como que nada, llevábamos quince días sin ver el sol y sin dejar por un momento de llover. Y aquello era ya a todas luces excesivo y, además, totalmente fuera de lo normal.
Don Pedro, el pobre, andaba muy apurado. Decía que Dios se había enfadao con nosotros por el trato que le habíamos dado a San Restituto, y que nos estaba mandando otro diluvio para castigarnos, y todo lo que antes eran rezos para que nos viniera agua, ahora lo eran para que dejara de llover.
Y el tío Aniceto, con sus ciento dos años acuestas, seguía sentado en el porche de su casa sin decir ná de ná.
Y Don Pedro cada vez más apurado, que ya se veía saliendo del pueblo en barco, con el miedo que le tenía el al agua, y eso que era de Castro Urdiales, hijo y nieto de pescadores y balleneros, pero el pobre hombre se mareaba hasta en la bañera, y fue pá escapar del mar, que se metió en el seminario.
Así que, visto que Dios no le hacía caso, cogió su paraguas y se fue a ver al tío Aniceto, que allí seguía sentado en el porche de su casa.
-Sus habéis dejado un hueso dentro de la fuente –fue la lacónica respuesta del lobero- y claro, como San Restituto entodavía se siente en remojo, piensa que seguís queriendo que haga llover.
Aquello era imposible, pues el propio don Pedro en persona se había asegurado de que todos los huesos del santo regresaran a la iglesia, y además, ¿Cómo podía saber el tío Aniceto si había un hueso en la fuente, si no se había movido del porche de su casa en to aquel tiempo?
-Ná, que sus habéis dejado un hueso en la fuente, y si no lo sacáis no va a parar de llover hasta que nos hallamos ahogao tós, a ver que va a hacer el pobre San Restituto, debe pensar que no sabemos lo que queremos.
Así que allá fuimos otra vez todo el pueblo de romería a Valdelespino, pero esta vez no era fiesta la que llevábamos, que, las palabras del tío Aniceto no eran para tomárselas a guasa. No en vano tenía ya cumplidos los ciento dos años, y sabía más que nadie en el pueblo.
Me recuerdo perfectamente la escena. Don Pedro y don Jacinto, el padre, hurgando entre los cantos de la fuente, mientras el Marcos, el Benitoche y mi padre trataban, en vano, de protegerles de la lluvia con los paraguas.
Los chiquillos nos arremolinábamos jugando entre las piernas de los adultos, recibiendo de vez en cuando una reprimenda aquí, un pescozón allá; y yo, con mi hermana pequeña, me senté bajo la lluvia, en la cacera que recogía el agua sobrante de la fuente y, cosas de chiquillos, ya ve, nos pusimos a construir una represa con los cantos del lecho…
Y, usté me puede creer esto que es tan verdad como que voy a morir.
De pronto empezaron a oírse tímidamente, los piídos de los pájaros… el gorgojeo aflautado del tordo merelo escondido en los espinos, el chasquido del petirrojo, el metálico piar del pizón y el parloteo de los gurriatos en las copas chorreantes de los pobos. Fue algo extraño. Al principio no nos dimos cuenta, pero allí estaban los primeros cantos de los pájaros… Y poco a poco, sin sentirse a penas, casi como el que no quiere la cosa, las gotas de lluvia comenzaron a caer más y más espaciadas, hasta que paró de llover y un arco iris asomó tímidamente entre las nubes, por cima los canchos que rodean la pradera de Valdelespino.
Por un momento todo el mundo se quedó en silencio, asombrados por lo que acababa de pasar. Solo se oían las risitas de mi hermana pequeña, que entonces, si hacía tres años del final de la guerra, ella aún no había cumplido los dos, y aunque ya correteaba por el pueblo como una cachorrilla, detrás de mi madre, muchas veces, cuando íbamos a llevar a mi padre la comida a la huerta, tenía que acabar subiéndomela a hombros el último tramo del camino, que la pobrecilla ya no podía andar más. Pero no se crea usted que se quejaba del cansancio no, que no paraba de reírse en todo el rato la muy pícara…
Y es que no sabe usté como le gustaba que la llevasen a hombros…
Pero bueno, para el caso, que solo se oían las risitas de mi hermana, los cantos cada vez más animados de los pajarillos y el silencio que dejan las gotas de agua que han parado de caer… y yo recuerdo a don Pedro, el párroco, y a don Jacinto, el médico, que era un buen hombre, levantar la cabeza del pilón de la fuente, como adormilados, como despertando de un sueño, y mirar a mi hermana, sentada en el fango con las piernecillas estiradas, toda embarradita ella, riendo mientras golpeaba los cantos con los que estábamos represando los chiquillos el sobrante de la fuente, con una vieja taba de oveja…
Y recuerdo la mirada del Marcos y del Benitoche… y la de mi padre, sobre todo la de mi padre, con sus ojos grises, aún jóvenes, pero ya rodeados de arrugas, mientras miraba a mi hermana pequeña que, de pronto, se había convertido en el centro de atención de todo el pueblo… una mocosilla sonriente, manchada de barro, que jugaba despreocupadamente con una vieja taba de oveja que acababa de sacar del agua, que, sin el menor respeto, golpeaba la santa reliquia de San Restituto Martir que el bueno de don Pedro, el párroco, que era también un buen hombre, pero muy despistado, se había dejado olvidada en la fuente por descuido…
Don Jacinto, el médico, le dio a mi hermana un cacho de palolú, que a los críos nos hacía mucha ilusión, por que por allí, por el pueblo, no se criaba y don Jacinto nos lo traía de tanto en cuanto, cuando volvía de algún viaje por Madrid… le dio el cacho palolú para que dejara de chupar la reliquia de San Restituto Martir, no fuera a ser que don Pedro, que era tan respetuoso con los santos, se enfadara.
Pero don Pedro estaba loco de contento y decía que no pasaba nada, que un santo tan bueno como San Restituto Martir no podía enfadarse por que mi hermana lo chupeteara, que a San Restituto Martir debían de gustarle mucho los niños, si había permitido que una niña fuese la que lo encontrara para que parara de llover y que seguramente, mi hermana era una santa, y que lo mejor era llevarla al convento de San Vicente, pá que se hiciera monja…
Y mi padre, por toda respuesta, cogió a mi hermana en brazos, le quitó de sus manecitas el hueso chupeteado de San Restituto Martir, lo puso en las del cura sin ningún miramiento, y sin decir media palabra, se alejó de allí, con la carita de mi hermana asomando por cima de su hombro derecho mientras chupaba su cacho de palolú y nos miraba a todos con sus ojazos castaños muy muy abiertos…
Y es que mi padre nunca fue mucho de eso de ir a misa. El rezaba, aunque cuando yo se lo preguntaba, no me respondía.
Pero yo le escuché alguna vez rezar. Cuando las cosas estaban mal, rezaba a solas en la huerta, apoyado en el mango del azadón, cuando creía que nadie le veía, rezaba… pero de ir a misa no fue nunca, si acaso algún domingo, por obligación, por el que dirán… y don Pedro tampoco le daba mucha importancia a aquello… a lo mejor por que durante la guerra, cuando los rojos llegaron al pueblo, mi padre lo tuvo dos semanas escondido en el pajar… y es que mi padre tenía aprecio a don Pedro…, mi padre tenía aprecio por casi todo el mundo…,
Pero eso de meter a mi hermana a monja, ná, así se pusiera don Pedro como quisiera…
(c) Sugarglider

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