En Craddle Mountain son ya las seis de la mañana... frío vespertino de otoño.
Estará amaneciendo, y la bruma envuelve los troncos blancos de los eucaliptos y desdibuja los contornos de los pandanos, que se hierguen en las cumbres, en medio de las tollas, como extraños guerreros del Tiempo del Sueño.
Se recogen los uombats y los posunes.
Y Taraba el diablo de Tasmania. Y el quoll, de paso gatuno.
Y en las copas de los árboles, los currawong saludan a Yhi con sus cánticos mágicos.
Estará amaneciendo, y la bruma envuelve los troncos blancos de los eucaliptos y desdibuja los contornos de los pandanos, que se hierguen en las cumbres, en medio de las tollas, como extraños guerreros del Tiempo del Sueño.
Se recogen los uombats y los posunes.
Y Taraba el diablo de Tasmania. Y el quoll, de paso gatuno.
Y en las copas de los árboles, los currawong saludan a Yhi con sus cánticos mágicos.
Tu pueblo se retira también a sus encames diurnos, con el frío helador agarrado al pellejo y la nariz colmada de olores...
No puedes saberlo, pobrecillo, tú que te llenas la barriga en un cuenco de aluminio y ya ni te acuerdas de otear el cielo buscándo la silueta de Bilyana, el águila audáz, negra como la Parca, que siembra de terror los corazones de tu gente.
Que te alimentas de manzanas y zanahorias y mordisqueas de tanto en cuanto el césped recién regado.
Pobrecillo, digo...
O afortunado, vete a saber.
Caminar por el bush, entre árboles cuyas copas se pierden a lo lejos, en el cielo...
Ni te lo imaginas.
No sé en qué estas pensando...
Yo pienso en firmamentos sin estrellas y en rosas sin olor.
Y en el vacío solitario del murmullo eterno del mar.
(c)Texto y Foto: Sugarglider.
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