jueves, 30 de octubre de 2008

El Clan.

Aún tengo el recuerdo de aquellas frías noches de invierno.
El cielo raso, negro, salpicado de estrellas, la tierra dura por la helada, indeformable bajo las almohadillas de mis patas, y el aire gélido y seco, estático, casi se diría que pesado de puro frío, llenando mi hocico y mis fauces con cada bocanada jadeante, quemándome los pulmones al hacerlo entrar a toda prisa en medio de la agonía desesperada de la carrera…
Y el placer de correr. Correr en aquella atmósfera helada y oscura, sentir los latidos desbocados de mi corazón, sentir como mi pecho se ensanchaba con cada respiración hasta que parecía que iba a estallar, y todos los músculos de mi cuerpo tensos, calientes, la piel cubierta de un sudor que casi no quería, no podía evaporarse, un sudor tan helado y seco como el aire que nos envolvía…

Yo había nacido la primavera anterior, y esa fue mi primera invernada en el páramo… mi madre, Loba Parda, nos había sacado a mis dos hermanos y a mí adelante ella sola, tras la muerte de mi padre, y al llegar el otoño, nos guió hasta la llanura para encontrarnos con el resto del clan, con el que, finalizada la estación de la cría, nos reuníamos para pasar el invierno.

Seríamos unos catorce en total, entre adultos y cachorros del año.
Yo jamás había visto juntos a tantos miembros de mi propia especie, y cuando mi madre me presentó a la manada, estaba tremendamente asustada… aquellos viejos lobos, tan grandes, acercándose a olfatearme mientras movían confiadamente sus largas colas peludas. Y yo no podía más que encogerme sobre mí misma, el rabo entre las piernas, gimoteante, temblando de nervio hasta la última fibra de mi cuerpo, intentando esconderme bajo las patas de mi madre, que se apartaba dejando divertida que los otros me examinaran a gusto, y repasaran concienzudamente con sus hocicos húmedos cada milímetro de mi piel, mientras yo apenas me atrevía a lamerles en la cara con timidez.

Aquellos eran los grandes cazadores del clan, los afamados compañeros, héroes de historias y aventuras que mi madre nos había repetido tantas veces, que sus protagonistas se habían acabado revistiendo, a nuestros ojos de cachorros, de un aura fantástica, irreal, casi mítica.

Allí estaba Zarza Nevada, la vieja loba de agudos ojos amarillos, flaca como la muerte y astuta como el mismo diablo, que en más de una ocasión había sido capaz de burlar el cerco de cazadores y perros en una batida.
Y su compañero, Tres Dedos, que quedó mutilado en la pata delantera derecha por un cepo del alimañero, cuando apenas había cumplido el año de edad.
Allí estaba también Carbayón, el lobo más grande y oscuro de la manada, campeón absoluto en la lucha con el mastín que, al perder a su compañera, arrollada al tratar de cruzar una carretera, se había unido la última primavera con Estrella Fugaz, hija de Zarza Nevada y hermana de camada de Oreja Peluda, jovenzuelo de dos años que, por no haber encontrado aún pareja, había permanecido hasta el momento en el grupo familiar con sus padres, ayudándoles a sacar adelante a sus hermanos más pequeños nacidos la temporada pasada.

Y allí estaba, por encima de todos, guiando siempre a la manada con su astucia y su sabiduría, transmitiendo con su mirada toda la confianza y la seguridad de sus profundos ojos amarillos, tanto al más novato de los lobeznos como a los más experimentados cazadores, el famoso Cancho Gris, hermano dos camadas mayor de mi madre y jefe del clan desde hacía seis estaciones.

Recuerdo como si fuera hoy la impresión que me causó aquel, mi primer encuentro con él.
La manada que nos rodeaba a los lobatos del año, impregnando sus hocicos con el olor de nuestros cuerpos y fijándolo en su memoria para reconocernos a partir de entonces como miembros del mismo clan allá donde nos encontráramos, le abrió paso respetuosamente para permitirle acercarse a nosotros.

No era muy grande, pero sí robusto y tenía una magia especial en su mirada, un algo extraño capaz de enamorarte, de fundirte con el desde el instante en que vuestros ojos se habían encontrado; tenía un algo extraño capaz de apresarte, de ligarte a él incondicionalmente y para siempre, sin reparos, porque a su lado podías tener la certeza de que nada malo podría ocurrirte, porque, de pronto, sabías que solo a su lado podrías alcanzar tu destino cualquiera que este fuese.

Era un guía, y nada más verle lo sabías y como tal le amabas, y era por amor, y no por miedo o por fuerza, que querías seguirle hasta donde el quisiera llegar. Y era por amor, y no por miedo o por fuerza, que querías unir tu camino al suyo, por el amor la nobleza y la dignidad que resplandecían en aquellos ojos profundos como el firmamento entero y brillantes como la luna.

©Sugarglider 5/11/06.

3 comentarios:

Sugarglider dijo...

"¿Te transformaras en lobo cuando el sol se oculte y la luna se adueñe del cielo?"

No sé si esto responde a tu pregunta...

Änna dijo...

por un momento.. me he sentido lobo.. parte de la manada.. reconfortada.. bajo la protección del omnipresente Cancho Gris..

Akeru dijo...

Algunos de nosotros pueden convertirse en lobos... Si yo lo consigo alguna vez, te buscaré y juntos le aullaremos a la luna...

Besos de vampiro, querido caballero...